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Malos libros buenos, buenos libros malos

Tiempo de lectura: 3 minutos

Un libro malo supone la pérdida de un buen bosque.

¿Cuál es la diferencia entre los libros buenos y los malos, qué es lo que los hace entrar en esas categorías y estimular cánones y hogueras? Los censores siempre buscan controlar a los lectores, convertirse en sus conciencias e indicarles qué es lo que deberían disfrutar o aborrecer. Encaramados en sus certezas, animan de buena fe su pretensión de imponer una visión del mundo a todos los demás, de promulgar la comunión en torno a su libro sagrado, lanzando a las llamas los restantes.

A veces, cuando seleccionamos libros para los demás o escuchamos a los otros hablar acerca de las lecturas que les han marcado y descubrimos con horror un nombre que aborrecemos, nosotros mismos le ponemos el capirote y soplamos el rescoldo de una hoguera que se encendió hace siglos y nunca ha terminado de apagarse.

Tirarlos a las llamas

La historia de bibliotecas arrojadas a las llamas es muy extensa. Cuentan que cuando Alejandría cayó en poder del Islam bajo el califato de Omar, el general Amr bin al As consultó al califa sobre la suerte que debían correr los libros de la gran biblioteca. La respuesta del Califa fue contundente, o bien esos libros estaban de acuerdo con el Corán, y eran prescindibles, o lo contrariaban y debían ser eliminados. La orden fue clara «sea como sea, destrúyelos».

El mismo fuego devoró los registros aztecas en 1529, cuando el obispo Zumárraga organizó en la plaza de mercado de Tlatelolco una montaña de libros a la que monjes con antorchas prendieron fuego entre cantos. Las llamas llegaron a las ruinas del imperio Inca y destruyeron para siempre los secretos de su escritura luego de que el concilio de Lima decidiera quemar los quipus que habían sobrevivido a Pizarro y sus hombres. De ese modo, se eliminaban las fórmulas mágicas que seguramente guardaban esos misteriosos objetos.

El mismo fuego ardió durante el siglo XX, y gozaba de buena salud cuando el 10 de mayo de 1933, veinte mil libros calentaron a los cien mil asistentes que, entre cantos jubilosos, escuchaban a Paul Joseph Goebbels en Berlín. Las llamas recorrieron la América Latina de las dictaduras, e incluso en Colombia, fueron atizadas por personas como Alejandro Ordoñez, para quien quemar los libros de Rosseau y García Márquez constituía un acto pedagógico.

Las etiquetas

Por otra parte están los libros buenos, esos que todos deben leer alguna vez en su vida, los que producen esa expresión de desconcierto en nuestro interlocutor cuando confesamos desconocer. Buenos fueron los miles de títulos piadosos que circularon desde la invención de la imprenta, o aquellos otros sacralizados y que sin lugar a dudas transformaron el siglo XX, como es el caso del Manifiesto del Partido Comunista.

En últimas, la definición de un libro como bueno o malo ha constituido siempre una etiqueta intercambiable. Los rabiosos defensores de ciertos libros sueñan con ver arder tantos otros y construyen clasificaciones exhaustivas y que quizá ahora nos resultan sorprendentes, hasta risibles. Basta con examinar el índice atribuido al Opus Dei que puede hallarse en línea y que es herencia del harto conocido *index librorum prohibitorum.*

Hay incluso quienes proponen eliminar obras de personas que están fuera de un determinado estándar moral o de comportamiento, en una disputa que pretende definir qué es lo que se debe leer, y purgar el mundo del error de las lecturas díscolas, bien sea mediante el fuego purificador o la fría eliminación de un servidor.

Buenas lecturas

De cualquier modo, mi vida lectora es fruto de tantos libros malos, que no me queda más remedio que defender el derecho a leer incluso aquello de pobre valor literario. En lugar de censurar al lector de folletines que disfruta su lectura -y en el que me reconozco aunque distanciado por los años-, prefiero promover la diversidad de experiencias, escuchar con atención al lector y la forma como apropia los textos. Quizá el impulso de quemar libros, así como el de sacralizarlos, provenga de una misma fuente, de un mismo impulso doctrinero que se regocija en el canon. Y si bien en estos días se ha avanzado en la sustentabilidad de la industria editorial, una buena conversación puede hacer que incluso un mal libro nos haga pensadores más fuertes, y nos permita concluir que esos bosques no fueron talados en vano.

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